Tajes, Ramón

Con Ramón Tajes nos ocurre la paradoja de que es uno de eso voluntarios uruguayos que fueron a al Guerra Civil española de los que no hemos podido encontrar aún documentación, pero que fue genialmente retratado por el periodista Alberto Etchepare en su libro Don Quijote fusilado (Notas de la Guerra de España), ya que se conocieron en plena contienda, en Barcelona, desarrollando una intensa amistad durante el tiempo que estuvieron juntos en España. Transcribimos los pasajes del libro en los que aparece este «gaucho libertador», originario de Salto, y que en lo político se declaraba nacionalista independiente.


SANGRE EN LA ESTRELLA DE BELÉN

Noche Buena en Madrid. El pensamiento se nos va lejos, salta la inmensidad del océano y avanza por aldeanas calles de un Montevideo brumoso y desdibujado. Kaleidoscopio mental. Vemos la esquinita de un barrio amigo, donde decenas de “botijas” están quemando a un judas. Y este judas tiene la cara y el cuerpo de Franco, rostro ojeroso de “señorito” juerguista y caderas de sospechosas proporciones. Ahora estallan los cohetes y las bombas y danzamos alrededor del monigote que arde. Pero no, amigos. Este estruendo que escuchamos no lo produce la pirotecnia de feria de una nochebuena montevideana. Pongamos atención. La bestia fascista arrecia hoy más que nunca sus ataques. Nada los detiene. Quieren celebrar la Navidad dentro de Madrid y están perturbando el Nacimiento. ¡Pobre niño Jesús, que está llegando al mundo arrullado por una música tan explosiva! Cuando abra los ojos no verá sobre su cabecita a los ángeles de las pinturas y de las estampas. Sobre su cuna se están batiendo alas de acero, y ángeles con bigotito a lo Hitler le enviarán el regalo de Pascuas en estuches de quinientos kilos. Ayudados por una linterna, el uruguayo Ramón Tajes y nosotros leemos en una fachada: calle de Leganitos. Por aquí está el puesto de guardia que buscábamos. Veinte milicianos rodean un fuego que chisporrotea alegremente.

      –¡Salud, camaradas!

[…]

IGUAL QUE LOS ÁNGELES MALOS

Era la mañana del 16 de Diciembre. En el automóvil que nos había cedido la Generalidad de Cataluña viajábamos en compañía de nuestro compatriota el gaucho Ramón Tajes, un camarada valenciano y otro catalán, este último conductor del vehículo. Nuestros compañeros estaban ultimando los detalles de organización para el transporte de correspondencia a los distintos frentes, y aprovechándonos nosotros esa circunstancia para ponernos en contacto con dirigentes y entidades del Gobierno.

      Habíamos dejado el Ministerio de la Guerra, en la plaza de Cibeles. Frente a nosotros el edificio de Correos y Telégrafos, que hace cruz con el Ministerio, presentaba todas las pruebas de la lucha desarrollada en Madrid el 20 y 2l de Julio. La Cibeles dirigía sus leones de piedra hacia la calle de Alcalá, hirviente de multitud, mientras los paseos de Recoletos y de la Castellana –más tarde “Avenida de la Unión Proletaria”– ofrecían el aspecto desolador de su total abandono, con sus árboles desnudos y sus sillas de hierro echadas por el suelo. El viento arrastraba hojas y papeles, deshaciendo los montones de basura no recogida. El paisaje invernal cobraba a nuestros ojos un aspecto aún más triste, al contemplar largas colas de mujeres que durante horas aguardaban su turno ante las panaderías y casas de comestibles.

      El ruido de la lucha cercana se hacía por momentos más fuerte, se silenciaba por espacio de algunos minutos, volvía a intensificarse. Fuego de fusilería, tableteo de ametralladoras, estampidos de cañones cortos, ante cuya resonancia trágica nadie se inmutaba. El oído madrileño distinguía ya certeramente el calibre y calidad de las armas disparadas. En sus quehaceres domésticos, doña Carmen conversa con doña Pilar o doña Remedios interpela a doña Encarnación:

      –¿Oye “usté”? ¡Releche con el niño ese!

      –¡Vamos, que no hay derecho! ¿Pues no nos están tirando con uno del 15 y medio…?

      –Si es con mortero, madre –salta una chiquilla, hecha toda una experta en la materia.

      Y la conversación toma un giro francamente humorístico, en la que no puede faltar el chiste típicamente madrileño:

      –Le digo a “usté” que ese tío nos está tirando con uno del 15.

      –Yo creo que es del 7 y medio.

      –Del 15, doña, del 15.

      –¡Que es del 7, “camará”!

      –Vamos a ponernos de acuerdo; es del “duce”.

      Y las risas vuelan en el viento frío, rebotan en las calles desoladas y muertas, y terminan su carambola en los oídos del enemigo, donde dejan su eco burlón, indiferente y desdeñoso.

      A las carcajadas de Madrid –gruesa espina en la garganta del fascio, espina que lo ahogará–, contesta el Estado Mayor alemán con otra orden de bombardeo. En la calle de Abascal el chofer abandona el coche. ¿Qué ha sucedido? Ni Ramón Tajes ni el valenciano pueden contestarme. Todos nos lanzamos del automóvil apresuradamente. En todas direcciones corren hombres, mujeres, ancianos y chiquillos. Huyen los milicianos con su inútil arma larga, los vendedores de periódicos, el viejito vendedor de churros que había en la esquina. Se deshace la cola de mujeres frente a la panadería y se interrumpe en las aceras la ronda alegre de los niños. Todos corren, todos huimos, porque hemos visto una sombra sobre las piedras de Madrid. Algo que tapa el sol y hace arrugarse los corazones. Algo que hace penetrar el frío de la mañana en nuestra médula y que nos crispa los puños de coraje. El cielo de Madrid estaba cubierto por una nube densa de pajarracos de hierro. ¿Cuántos eran? Podían ser ochenta como podían ser un centenar. En perfecta formación, capitaneados por el más asesino de aquellos pilotos asesinos, desplegaban sus alas negras sobre la ciudad, impasibles, tranquilos, seguros de su poder y del terror que inspiraban. Evolucionaron sobre las casas, buscando la carne fresca y tierna de los niños. Caracolearon en el aire con alegría al ver que aún había criaturas y mujeres en el Madrid de sus odios, y vomitaron su carga criminal sobre los que no peleaban, sobre los inocentes. No les interesaba destruir ninguna fortificación, ninguna usina, ninguna fábrica. No los atraía ningún objetivo militar. Eran otros sus planes. Es otra la táctica fascista. Era la mañana del 16 de diciembre, y nosotros jamás la olvidaremos. Buscábamos, como todo el mundo, un refugio para el ataque imparable de los bárbaros.

      –¡Aquí! ¡Por aquí, compañero! –sentíamos las voces amigas que nos llamaban.

      Diez pasos delante nuestro había caído una mujer. Una pobre mujer de ropas humildes y cabellos grises. La madre de un miliciano sin duda. Nos inclinamos a recogerla, apiadados de su terror, de la desesperación con que huía de la muerte. Pero la mujer no había tropezado. Era la bala traidora de un fascista emboscado la que había cortado su vida. El chorro de sangre, brotando caliente entre sus cabellos grises, manchó las manos que tendíamos en su auxilio. Los ojos le quedaron abiertos en una imborrable expresión de espanto. La boca se le había llenado de tierra y de basura. Y aquellos brazos de mujer trabajadora, adelantados y tensos, parecían llamar a la venganza. Entre los dedos le había quedado un zapatito de niño, un pequeño zapato, que en el espasmo final de la muerte recibió la caricia de sus manos gruesas y ajadas, rojas del trabajo y del frío. La caricia que no pudo llegar hasta el hijo.

      Nosotros somos impotentes para expresar la terrible crudeza del espectáculo, con su sinfonía de explosiones de dinamita, de balazos, de golpes, de gritos y de gemidos. Sentimos el temor de caer, por incapacidad literaria, en descripciones que puedan parecer sentimentales o exageradas. Que los lectores amigos salven la deficiencia de nuestra técnica y lloren de rabia, como lloramos nosotros, sobre el cuerpo de aquella mujer del pueblo, de aquella madre española asesinada. Ojalá nuestra pluma tenga la virtud de hacer sentir la misma trágica emoción que nosotros sentimos. Para que nadie dude más. Para que nadie más se muestre indiferente al dolor de España. Para que todos intensifiquemos nuestra ayuda al más heroico y al más sacrificado de los pueblos.

      En el cielo se había entablado la batalla entre los dos ejércitos aéreos. Los aviadores alemanes, mercenarios y cobardes, batiéndose en retirada, tratando de evitar el merecido castigo de sus crímenes. Los republicanos, hombres idealistas, de los que consideran esta guerra fundamental para la suerte de la civilización se jugaban enteros, con el heroísmo de sus veinte años y la intuición de la gloria, presentida y real.

      Uno, dos, tres aviones con la cruz gamada del fascismo en las alas, vimos incendiarse y caer. Nube de humo negro y brillante, por entre el que surgían las llamas alimentadas de nafta y carne humana. La caída, vertical y rápida, implacable y vengadora. Precipitados sobre la tierra, aquellos cuervos de acero, como fueron los ángeles malos precipitados en el infierno”.

[…]

LA CENTURIA GRAUERT:

Era en octubre de 1936. La República trataba febrilemnte de organizar sus fuerzas. Aún no había surgido la consigna de `¡Ejército Popular!´. A los cuarteles acudían los obreros, los empelados y los intelectuales. El `Bakunin´y el `Marx´eran los dos centros nerviosos del alistamiento, caserones que no olían a cuartel ni mucho menos a militarismo: el pueblo los había invadido tumultuosa y alegremente.

Adentro el canto de los nuevos soldados. Fuera, una abigarrada muchedumbre circulaba constantemente, removida por la llegada de voluntarios extranjeros. La vestimenta de éstos no desmentía su condición de trabajadores, de auténticos proletarios. A veces en las filas descubríamos hombres de facciones más finas, de cuello y corbata, de lentes. Eran estudiantes, profesores, individuos que dejaban sus gabinetes y sus bibliotecas para tomar las armas, serenamente.

En los remozados y bulliciosos cuarteles se organizaban los cuadros de milicianos. Unos días para aprender el manejo del fusil… y luego…¿al frente? No. Había que esperar a que se consiguieran armas, municiones. A veces, a espera se prolongaba semanas enteras.

Los americanos antifascistas habían formado un comité de Ayuda a España. Eran en su gran mayoría de nacionalidad cubana. La gente del sur estábamos en absoluta minoría: un argentino y un uruguayo: Ramón Tajes. Este Comité en sus primeros tiempos, trabajó activamente en la organización de las milicias, colaborando con el Comité militar del Socialismo Unificado de Cataluña. Secretario de este último y figura prominente en el movimiento era Joaquín Almendros, un inteligente muchacho español que durante más de diez años había ocupado un alto cargo en un difundido rotativo porteño y que conocía muy bien la América del Sur.

Así surgieron las primeras centurias organizadas por americanos, la primera de las cuales llevó el nombre de `Julio Antonio Mella´. Se honraba en esta forma la memoria de un extraordinario dirigente estudiantil asesinado por la policía de Machado, aquel sangriento dictador del que tanto le costó a Cuba desprenderse. Otra se llamó `Sandino´ y otra `Zapata´. Cuando hubo que organizar la centuria Nº 65, nosotros pedimos el privilegio de bautizarla, de encargarnos de su instrucción política, de su aprovisionamiento. Y no encontramos otro nombre en aquellas circunstancias, que expresara mejor nuestra protesta contra la ruptura de relaciones del gobierno de Terra con el legítimo de España, que el nombre acusador de Julio Cesar Grauert.

Bien que nos encargamos nosotros, en mítines y asambleas, en el frente y en la retaguardia, de explicar a los ciudadanos quién era Grauert, en su glorioso martirio por la democracia, y quién era Terra, el dictadorzuelo que hoy desciende del poder en medio de la mayor indiferencia popular. La centuria «Julio César Grauert» desfiló por las calles de Barcelona entre cálidos aplausos y vítores de la multitud. Fue un homenaje al Uruguay, progresista en sus leyes sociales y con un prestigio de país libre que Europa no olvidaba.

Una cadena de broadcastings recogió la palabra de los uruguayos, y llevó al corazón de millones de españoles la total adhesión de nuestro pueblo. Aquellos muchachos marcharon entusiastamente hacia Aragón, con sus escarapelas uruguayas en las blusas de milicianos, entonando la canción optimista que engendra la fe y la confianza en la justicia. Con ellos supimos, en las largas noches de Tardienta, frente a las hordas marroquíes, de la entereza magnífica del espíritu español cuando defiende algo tan sagrado como la independencia de la patria. Y leyendo en la roja bandera de la columna a `Grauert´ -que ellos sabían había sido un gran luchador antifascista-, sentimos con Ramón Tajes y con Luis Tuya el legítimo orgullo de haber contribuido en alguna medida a la reivindicación de nuestro malparado prestigio nacional.

[…]

EL GUERRILLERO CRIOLLO RAMON TAJES

Grandes carteles de todas las organizaciones llaman a los ciudadanos de Cataluña a alistarse en las milicias. Delante del Hotel Colón, ocupado hoy por los socialistas unificados, la gente desborda las aceras y trata de guardar cierto orden para la formación de las “colas”. En el conjunto dominan las mujeres, que luchan tenazmente por acercarse a las ventanillas a indagar sobre la suerte de sus familiares. Este servicio de información está muy bien montado y va procediendo rápidamente en su labor de notificar a las madres y a las esposas el destino de sus hijos y de sus compañeros. Muchos deben trasladarse hasta los cuarteles a fin de tener noticias, y esto les causa cierto lógico desaliento por la fatiga que significa. Y surgen las protestas en forma de interjecciones fuertes, de gritos, de gestos airados.

          Se acerca a la ventanilla un señor de muchos años, de aspecto venerable, pero erguido y vendiendo salud. Con cierta humildad en la voz interroga al miliciano:

          –Escuche usted, camarada…

          Se nota claramente la dificultad que tiene para decir la palabra “camarada”. Falta de costumbre que lo hace ruborizar. Sobre todo cuando lo interpela una joven integrante de la milicia, tuteándolo con familiaridad revolucionaria.

          Dentro del local es enorme la algarabía y el estruendo de las voces. Abordamos a uno de aquellos hombres jóvenes, de pistola al cinto y de correaje militar sobre la blusa azul de trabajo. El muchacho resulta cubano. Nos interroga curiosamente, fijando en nosotros unos grandes ojos negros, escrutadores, a la vez que exhibe una doble hilera de dientes muy blancos y muy grandes.

          –Tú eres americano, ¿no es cierto? Argentino… ¿verdad, chico? Pues por aquí anda otro argentino… Mira, aquél es…

          Y nos señala a un miliciano alto, de fuerte contextura, cubierta su cabeza con el clásico gorro de la milicia española. Se trata de Ramón Tajes. No es argentino, sino uruguayo como nosotros. Nacido en Salto, y manteniendo intactas todas las características y virtudes de nuestros hombres de campo. Se encontraba en España desde el fracaso de la revolución de enero en la que había formado parte activísima como patriota y ciudadano digno.

          Su historia de revolucionario se remonta a la época de la dictadura de Uriburu en la Argentina, contra la cual puso en juego toda su energía de hombre libre y todas sus posibilidades materiales. Conjuntamente con Bosch, Pomar, los hermanos Kennedy –estos últimos acaban de entregarse por oscuras razones a los grupos reaccionarios–, y otros valientes, estuvo siempre en la primera línea luchando por la libertad de la gran nación hermana. Dedicado a los negocios rurales, no vaciló nunca en arriesgar sus bienes de fortuna ni su propia vida poniéndose en forma incondicional al lado de la democracia, en momentos en que claudicaban tantos espíritus débiles y en que tantos estómagos expresaban su gratitud a las tiranías.

          Es que Ramón Tajes no podía ser de otra manera, y en cualquier parte de la tierra –como lo demuestra actualmente en España– obedece al impulso de su conciencia recta y sabe alzar el puño contra todas las injusticias. Conoció la prisión y el destierro que le impusiera el dictador argentino. Más tarde nuestra policía lo internó en la Isla de Flores, cuando se produjo el movimiento libertador de enero. Ahora estaba en tierras de España y se conducía en ellas a tono con sus antecedentes.

          Mezclado con el pueblo de Barcelona salió a la calle el 19 de julio y ocupó su puesto en las barricadas de la libertad. Pidió un arma a los compañeros que le rodeaban y de los cuales nada le importaba el credo político que profesaban. Bastaba que fueran luchadores antifascistas. Allí había republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y sin partido. A Ramón Tajes le preguntaron a qué tendencia de aquellas pertenecía. En ese momento surgió en Ramón Tajes el guerrillero criollo y altivo, nuestro gaucho libertador, nuestro heroico montonero de las lindas cuchillas uruguayas. Se acordó de su patria burlada, de la dictadura fascistizante que la ahoga, se acordó de las limpias tradiciones de su partido y respondió con orgullo:

          –Soy nacionalista independiente.

          A los camaradas no podía engañarles la serena actitud de Ramón Tajes, la tranquila firmeza con que había expresado su opinión política. Ellos no necesitaban más aclaraciones, porque leían en los ojos del criollo la verdad de un profundo sentimiento de solidaridad con el pueblo ofendido.

          Pero Ramón Tajes añadió:

          –Soy un demócrata y soy un hombre libre.

          Y así quedó incorporado este uruguayo a la lucha del pueblo español. Con él compartimos muchos meses de nuestra permanencia en la península, y a través de muchos días angustiosos y muchas noches de inquietante aguardar, comprobamos su magnífico temple de guerrillero y la generosa y total entrega de su ser a la causa de la democracia.

          En compañía de Ramón Tajes efectuamos uno de nuestros viajes a Madrid, en momentos en que la suerte de la heroica ciudad nos era desconocida. Pero nuestro doble optimismo nos empujó por los caminos de Levante y de Castilla la Vieja, e hizo que viviéramos días inolvidables bajo aquellos cielos de tormenta y de fuego.

          Más tarde en Barcelona, en los días de mayo, empapados en sangre hermana, fue también Tajes de los que asumieron una actitud de neutralidad ante la dolorosa lucha interna del antifascismo catalán. Siempre sereno, bien humorado, entusiasta, dispuesto a dar a cada instante su ropa, su dinero, su vida por sus amigos, por sus hermanos de fatigas revolucionarias.

          Allí quedó ocupando un puesto de alta responsabilidad al que lo llevó su capacidad y su coraje. Sonriéndole al peligro. Animando a los temerosos. Sembrando de refranes gauchescos y de frases bien nuestras, bien de nuestros campos, aquella atmósfera de pólvora y de pasiones terribles. Allí quedó, baqueano de todas las corrientes guerreras, aguardando la hora próxima de la gran victoria. Nos despidió en el andén levantando su puño, puño al que nuestra fantasía colocó una lanza para representarnos más fielmente su noble estampa de gaucho.

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Bilbiografia:

Etchepare, A. 1940. Don Quijote fusilado (Notas de la Guerra de España). Montevideo: Ediciones AIAPE.