La última marcha de las Brigadas Internacionales, por el brigadista uruguayo Juan José López Silveira

Como decíamos en otra entrada, son relativamente pocos los voluntarios uruguayos que lucharon dentro de las Brigadas Internacionales sensu stricto. De momento conocemos a Hugo Fernández Artucio (dentro de la Brigada Abraham Lincoln), Ramón Tajes, Andrés Risso, Edgardo Mutti, Ernesto Bauer, Ángel Tzareff, Estebán (Istvan) Balogh y Juan José López Silveira. Aparte sabemos de un misterioso brigadista uruguayo que estuvo en los combates de Belchite y en el posterior campo de concentración para la construcción del Belchite nuevo. No sabemos si se corresponde con alguno de los nombres citados, o si se trata de algún nombre nuevo que aún no conocemos. Podemos descartar a Juan José López Silveira, ya que él mismo relató en el diario Marcha, a comienzo de los años 40, su salida de España por los Pirineos, junto a cientos de brigadistas de multitud de nacionalidades, en febrero de 1939. Pese a que las Brigadas Internacionales habían sido despedidas oficialmente en Barcelona en octubre de 1938, todavía muchos se mantuvieron luchando en Cataluña hasta que la ofensiva de Franco sobre Barcelona obligó a la huida a Francia, por el paso fronterizo de la Junquera, con destinos a los campos de concentración de Argelés y Saint-Cyprien, para ser trasladados al poco tiempo al campo de concentración de Gurs. El relato de López Silveira no sólo es interesante por los datos que proporciona (las batallas en las que participó; las duras condiciones de ropa, calzado e higiene; el trato dado por las autoridades francesas; los fundamentos ideológicos de los brigadistas; etc.) sino que también es de destacar la calidad literaria del mismo, y la espléndida forma de transmitir las sensaciones entremezcladas de derrota y de orgullo por el trabajo realizado, en ese paso de la frontera, a pie, en el frío invierno de 1939. Se sitúa así este militar de profesión en la nómina de otros famosos brigadistas que dejaron testimonios de gran calidad  de su paso por España. A continuación transcribimos tal cual el artículo de la revista Marcha (López Silveira, Juan José (02/03/1962) «La última marcha de las Brigadas Internacionales». Marcha, Núm. 1938 (año XXIII), pág. 21.), en la cual colaboró López Silveira, «el Tape», tras su regreso:              

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La última marcha de las Brigadas Internacionales, por Juan José López Silveira

Éramos tres o cuatro mil… Habíamos esperado la apertura de la frontera todo el día y toda la noche. Apelotonados al borde del camino que de desde la Junquera a Le Perthus escala la falda de los Pirineos, aguantamos, como mejor pudimos, un frío y una escarcha que helaban los huesos y limaban los últimos vestigios de nuestra resistencia física.

En las primeras horas de la mañana llegó la noticia. Era la cuarta o quinta vez que la oíamos. Pero ahora parecía cierta, a juzgar por el rosario de advertencias e instrucciones que la completaban. Primero pasarían las mujeres y los niños. Después, nosotros, los internacionales. Luego, los demás. La División de Márquez, todavía en contacto con las vanguardia franquista, protegía la retirada. Por otra parte los falangistas habían estado flojos en explotar el éxito de Barcelona y avanzaban lentamente hacia el norte.

El permiso de admisión -acotaban- era amplio y generoso. Por tal razón debíamos ser leales y entregar nuestras armas y nuestros implementos militares en los puestos de recepción de materiales que la gendarmería había organizado del otro lado. Lo fundamental -agregaban- era obedecer, sin reticencias, las órdenes de las autoridades francesas.

Al filo del mediodía, en tierra todavía nuestra, las directivas y consejos circulaban de un grupo a otro, en francés, en alemán, en inglés, en español. Aparentemente no escuchábamos nada. Sin embargo obedecíamos punto por punto lo que se nos indicaba. El instinto de conservación hacía mantener un mínimo necesario de disciplina.

Lentamente nos dirigimos al lugar de reunión. La columna no era, como otras veces, expresión de aguerrida moral revolucionaria. Ahora, la formación constituía sólo un recurso, un medio contra el riesgo de quedar encerrados en la ratonera. Las filas de las brigadas internacionales aparecían, apenas, como un refugio.

Alguien repartió cigarrillos. En seguida -alrededor de las tres de la tarde de aquel siete de febrero del 39- la cabeza abrió la marcha y toda la columna, ensanchando sus intervalos, se estiró en la ladera como una inmensa oruga que despliega sus anillos. Pocos minutos más y habríamos cruzado la línea para siempre…

En lugar de fusiles cargábamos valijas rotas, maletines, mochilas deshilachadas y mugrientas. Tan mugrienta la carga como despareja la vestimenta en la que mezclábamos restos de indumentaria militar -jirones gloriosos, dijeron en un discurso de despedida- con ropas civiles sacadas quién sabe de dónde. Y todo el atavío tenía, tal vez, menos suciedad que nuestros cuerpos, comidos por los piojos. Y que nuestras caras barbudas, polvorientas, y que nuestros ojos, legañosos.

Todavía faltaban mil o mil quinientos metros para llegar a la línea y considerarnos definitivamente a salvo. Empezamos a entonar, para ayudarnos en la marcha cuesta arriba, las canciones que nos habían sido familiares durante dos años y medio. Lo hacíamos por rutina, por hábito. Tal vez de porfiados.

`Somos la joven guardia que va forjando el porvenir´

Los dos últimos días habían sido intensos, agotadores. Nuestros sentimientos, además, eran nuevos y diferentes de los habituales en dos años y medio de guerra. A las trincheras, y a la guerra misma, uno de acostumbra, aunque sea a la fuerza. Un fatalismo especial nos había llevado durante dos años y medio a resignarnos a la perspectiva de la muerte, en cualquier combate, en pleno campo, o en la cama de un hospital de campaña, con los intestinos agujereados por una bala o podridos por la gangrena. Más difícil era pensar, de repente, que todo va a cambiar y que uno ha de quedar en libertad y con vida. No es fácil decidir como emplearlas.

Poco a poco, pesadamente, la columna adquiría el compás y el paso militar resonaba, inconfundiblemente, en el asfalto de la calle principal de Le Perthus. El poste que marcaba la línea divisoria de esa aldea -mitad española, mitad francesa- enclavada en los Pirineos, separaba, también, la muerte de la vida.

– Vista a la derecha!, mandaron desde la vanguardia.

Era el último homenaje militar que las Brigadas Internacionales rendían a España. Sobre la vereda, pocos metros antes del límite, rodeado de ayudantes, Negrín agitaba su mano en contestación a nuestro saludo.

Volví la cabeza. El sol de la tarde se reflejaba pálido en las nieves aún irisadas de las montañas. Atrás, en el valle extendido y profundo, entre las casas blancas de La Junquera, hormigueaban combatientes que aún no tenían permiso para entrar en Francia.

De pronto, me di cuenta que nunca, nunca durante la guerra, pude sentir ni disfrutar, ni aspirar la belleza del paisaje de España. Había estado meses en las trincheras de Sierra Morena y en sus colinas había visto, agitados pro el viento, los verdes montes olivareros, sucesivamente florecidos, cargados de frutos, y luego mustios y marchitos, sin la mano del hombre que recogiera la cosecha. Había visto caer la nieve en las montañas que rodean Teruel y recordaba el descenso de los copos, como prismas que transportaran su propio arco iris. Me había bañado en el Guadiana, colgado de la maroma de una balsa, cuando salí de Herrera del Duque para el frente, y había contemplado sus riberas planas y el correr del agua. Pero jamás en ninguna parte, había tenido capacidad suficiente para desligarme de los problemas de la guerra y entregarme, aunque fuera por momentos, al panorama que mis ojos miraban pero no veían. Las colinas y los recovecos de la sierra sólo eran para mí, posibles abrigos, refugios o lugares adecuados de emplazamientos de un nido de ametralladoras. Los ríos, obstáculos estratégicos. La nieve, un contratiempo para las comunicaciones.

Por fin cruzamos la frontera. Un capitán francés, con el inconfundible kepi, se dirigió a la columna que había hecho alto para escucharlo.

– Ici c´est la paix et la liberté. Pas de chants, pas de bruits![1]

Nada tenía importancia y éramos capaces de aceptar pasiva y disciplinadamente esa como cualquier otra orden .

Comenzó, entonces, fila por fila, un singular trámite aduanero. Los gendarmes nos cachearon minuciosamente. Los que tenían algo fueron obligados a entregarlo. Armas, municiones, cuchillos, cortaplumas, relojes, prismáticos, brújulas, quedaron depositados en el suelo bajo la mirada ávida de los gendarmes. Apenas pasábamos nosotros, con nuestros harapos, por ese filtro sólo permeable a la miseria.

Después de la requisa nos flanquearon y empezó la marcha. En pocos días habíamos hechos cincuenta kilómetros desde Barcelona a la frontera. ¿A dónde iríamos ahora? A Perpignan, según nos dijeron, a cincuenta kilómetros de camino.

Ante nuestro paso cansado, rutinario, pero todavía paso militar, los gendarmes empezaron a arrearnos:

– Allez, allez, vite![2]

Yo sentía el cansancio físico como cualquiera. Pero hubiera sido capaz de soportar, todavía, algunas jornadas de marcha si no hubiera sido por aquellas malditas llagas en los pies. Al principio, cuando comenzó la molestia cerca de Gerona, había aprovechado todas las oportunidades para lavarlas. Después, resolví tirar el único y ensangrentado par de calcetines. Desde hacía dos o tres días la carne viva rozaba las plantillas deshechas y el cuero mal curtido de los borceguíes. En el último lavado, en La Junquera, pude suavizar el contacto con un poco de talco ofrecido por un camarada australiano que coincidió conmigo al lado de la fuente. Por un rato sentí alivio y frescura. Pero ahora el dolor se hacía insoportable.

Los latinoamericanos íbamos en el medio de la columna. Hasta Le Perthus marchaban, delante de nosotros, los voluntarios del Batallón Lincoln. Pero al atardecer, apenas habíamos pasado el poste demarcatorio de la frontera, el cónsul norteamericano había reclamado a las autoridades francesas la entrega de sus doscientos compatriotas. Se decía que un barco los esperaba en Burdeos para la repatriación. A ingleses y franceses los habían sacado el día anterior. Para los demás, la columna era, por ahora, el único albergue, la única patria.

El dolor de las llagas iba en aumento. Si hubiera tenido la precaución de usar calcetines sin pliegues, ajustados a la piel, quizás habría evitado las primeras ampollas. Después había cometido el segundo error, al reventarlas con un alfiler, en el alto que hicimos en San Pedro Pescador. Creí que tendría tiempo suficiente de curarlas. Pero tuvimos que salir porque los fascistas estaban ya en Barcelona y seguían hacia el Norte. Pensé que podría soportar el esfuerzo de la marcha hasta la frontera. ¿Cómo iba a saber que haríamos otra larga etapa después de cruzar los Pirineos?

Los italianos de la Brigada Garibaldi, desde la cabeza de la columna, entonaron las estrofas de «Bandiera Rossa». Los hicieron callar. Al rato, otro grupo -el de los alemanes- comenzó a silbar la cadencia de «Rot Front». Esta vez la tentativa tuvo éxito. los gendarmes se hicieron los desentendidos.

Unas luces aparecieron a la distancia. Era un pueblo, sin duda, porque se veían destellos lineados de luces, correspondientes a las calles del centro. En los extremos, los faroles de los suburbios se iluminaban a intervalos regulares. Faltaban dos o tres kilómetros para llegar. De adelante hacia atrás, fila a fila, pasaron recomendaciones. Debíamos demostrar que no eramos bandoleros ni facinerosos, que nos quedaban reservas de disciplina. Nos estimulábamos mutuamente para echar el resto.

Primero un grupo, luego otro, después todos, en afinación lenta y progresiva, silbamos una marcha. El paso, ajustado ahora a la melodía, se hizo rítmico, firme, y hasta apropiado para un desfile militar si hubiéramos podido trocar nuestro atuendo miserable por el uniforme pulcro que teníamos cuando habíamos salido, por primera vez, de Albacete rumbo al frente. Pero aquella columna, marcando el paso con energía en la oscuridad de la carretera, mientras seguíamos mentalmente la letra de la canción.

(… hijos de la miseria,

sabremos vencer o morir)

Parecía una siniestra esperanza,

(Que esté en guardia,

que esté en guardia,

el burgués insaciable y cruel,

Joven guardia,

Joven guardia,

no le des paz ni cuartel)

Cuando nos aproximábamos a las lindes del pueblo, dejamos de silbar del mismo modo que habíamos comenzado. Primero en un grupo, luego en otros, después en todos, el silencio quedó subrayado por el rítmico taconear en la carretera. Alguien comenzó a pulmón:

– Un – dos, un – dos, un – dos.

Y después, como si la variación fonética le proporcionara un descanso, la misma voz se elevó sobre nuestras cabezas:

– Ot – jó, ot – jó, ot – jó, ot – jó.

Llegamos al pueblo. Ahora otra voz había relevado a la primera:

– Ot – jó, ot – jó, ot – jó.

Al enfilar la calle principal, el voluntario que marcaba el compás fue sustituido por un coro de silbos que modulaba de nuevo «La Joven Guardia». Un oficial de gendarme gritó:

– Silence! Defendu de siffler![3]

El coro cesó, a regañadientes. Pero desde algún lugar de la columna se alzaron desafiantes, como un insulto, los dos primeros versos de «La Marsellesa», que retumbaron en la calle, precisos, con todas sus palabras y todas sus sílabas, como un rencor estridente:

– Allons enfants de la patrie!

Le jour de gloire, est arrivé![4]

La columna se estremeció de punta a punta. de miles de bocas unasola voz continuó:

– Contre nous, de la tiranie

L´etendard sanglant c´est levé.[5]

Los vecinos del pueblo, apiñados en las aceras, habían contemplado hasta entonces con respeto -quizás con curiosidad solamente- el extraño desfile. Pero ahora, de acá y de allá, de los bordes de las veredas o desde los umbrales de las casas surgieron puños en alto que nos saludaban, se acercaron brazos que se metían en las filas, manos que estrechaban las nuestras, que nos tocaban. Y unieron sus voces al canto de la columna. Las órdenes de los gendarmes quedaron ahogadas en solidaridad.

La marcha, acompasada al himno, se animó. perecía una revista militar de inusitadas galas, de miserias ocultas tras la altivez. Las luces de las casas se encendieron y a través de balcones y portales abiertos, multiplicaron el alumbrado de la calle. Las gentes, agolpadas a nuestros flancos, nos alentaban con vivas y aplausos. Cabeza en alto y pecho saliente, alineamos la formación y acentuamos el ritmo con redoblada energía.

Cuando salimos del pueblo otra vez se nos presentó la carretera larga e interminable. Un frío glacial, seco, castigaba nuestras caras y manos. Al poco rato, un gendarme se sentó a descansar, agotado, con el máuser sobre las rodillas, a la izquierda del camino. En seguida, otro le imitó. El peso del fusil, el correaje repleto de balas, les impedían aguantar el ritmo de marcha. La disciplina aflojaba.

De pronto, la columna hizo el primer alto desde la salida de Le Perthus. Se transmitieron instrucciones, mientras los oficiales nos iluminaban con sus linternas. Descansaríamos media hora, sin desplazarnos de nuestros lugares en las filas. Nos autorizaban a sentarnos en el suelo. Los que tuviéramos necesidades fisiológicas tendríamos que satisfacerlas al costado de la columna, previo permiso del guardia más próximo y bajo vigilancia. Harían fuego sobre cualquiera que intentara fugarse.

Por un momento asenté las nalgas en el macadán. Pero me levanté, porque sabía que en media hora mis pies se enfriarían sin remedio y ya no podría ponerlos en movimiento. Girando sobre mí mismo, apenas flexionando las rodillas, marqué el paso en mis sitio, con cuidado de que mis plantas se apoyaran en la grava lo menos posible.

Terminó el descanso y alineamos filas para reemprender la marcha. Nuestro ánimo había decaído. También el celo de los gendarmes había cedido a la fatiga y su tono autoritario se esfumaba en un mismo cansancio que de algún modo, nos igualaba. Conversábamos en voz baja. ¿Cuánto faltaría? Pasaron más kilómetros de esta marcha sin escape. La carne viva de mis pies se había pegado al cuero vivo de los borceguíes, como si la sangre, al secarse, se hubiera convertido en argamasa.

Más adelante, donde la ruta se bifurcaba, la columna se dividió. Los gendarmes encauzaron hacia la derecha a los pelotones de la cabeza. Iban a Argelés, según dijeron. Los demás seguimos por el camino de la izquierda, a Saint Cyprien.

– Vite, vite, nos decían todo al tiempo que las linternas vigilaban la separación de los grupos.

Recorrimos todavía otro trecho. La carretera terminaba y vimos una especie de portera abierta en una triple alambrada de púas. Negros senegaleses, armados hasta los dientes, montaban guardia en ella. Se oía el romper de las olas del Mediterráneo. Estábamos en una playa. En grupos de dos, de tres, de seis, de diez, caímos rendidos en las arenas heladas del campo de concentración.

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Notas:

[1] Aquí está la paz y la libertad. Nada de cantos ni de ruidos!

[2] Vamos, vamos, rápido!

[3] Silencio! Prohibido silbar!

[4] Marchemos, hijos de la patria / Que ha llegado el día de la gloria

[5] El sangriento estandarte de la tiranía / Está ya levantado contra nosotros